La pequeña mesa de la cocina era testigo de todas nuestras conversaciones. Un sucio mantel de plástico a cuadros rojos y blancos la cubría y los estantes de la cocina lo rodeaban de muy cerca.
Sólo podía sonreir mientras desayunaba un mixto. Mi mirada perdida y confundida seguramente me delataba ante los tres franceses que platicaban y reían en la cocina.
Yo no hablaba mucho francés, seguramente podían haber estado diciendo lo estúpido que les parecía y yo simplemente asentía y sonreía.
Eran Marie y su novio, el tercer francés; un amigo suyo. No recuerdo sus nombres, pero recuerdo el nombre de la cuarta que llegó a romper la hostilidad bilingüe. Hellen.
Al entrar a la casa se escuchaban sus collares resonar. Subió las escalera y se paró frente a la puerta de la cocina con una sonrisa enorme. Era la reina de esa casa.
Todos sonreímos y desde ese momento todos hablaron español. Ella lo hizo por mi. Era la única que se preocupaba en decirme lo que se estaba hablando frente a mi cuando era en francés. Me enseñó a maldecir en francés y me preparó para ciertas hostilidades de la vida.
Todos se quitaron para dejarla sentarse en la sucia mesa. Prendió un cigarro elegantemente y exhaló el humo hacia la ventana que estaba detrás de ella, donde pasaba la luz y se le dibujaba un aurea bastante llamativa.
Hellen se quejó tremendamente pues Antonella, la italiana, se marchaba. No era lo malo para ella, sino que Marie salía de vacaciones y se quedaría en casa sola con los hombres. El novio de Marie era muy reservado, pero cuando estaba solo con ella, la trataba muy mal. Realmente ella se merecía algo mucho mejor.
El otro habitante de la casa era Max. Max era de Cerdeña. Hablaba maravillas de la bota y cumplía todos los requisitos para ser italiano. Siempre vestía elegante, baja estatura, seductor, mujeriego, narigón, gritaba al ver jugar al Milan, comía pizza y pan con aceite e oliva todos los días y amaba su país. Alguna vez platicamos toda la noche sobre la similitud de nuestros países. Se sentía el protector de Antonella, pues era su compatriota y la menor de la casa. Ella era otra típica italiana. Pero no de las supermodelos, no, no, no. Me refiero a alguna señora italiana de la toscana. Robusta, amable, sonriente y preparaba unas pizzas excelentes.
Era la única que se preocupaba por el aseo de la cocina, pero a pesar de todo eso, la cocina siempre estaba hecha un asco. Mi primer noche en esa casa, Antonella me preparó una pasta y se me quedaba sonriendo y preguntandome cosas y cosas de América.
Todo sucedió en esa sucia cocina.
Justo después de que Hellen se quejó de que pasaría 2 semanas sola con el novio de Marie y con Max, sonrío pues recordó que yo me quedaría para ser el punto neutro. El americano.
No le duró mucho la sonrisa, pues en esa sucia cocina anuncié que me mudaba. ¿La razón? La cocina; que más que cocina era nuestro testigo mudo, nuestro nexo común, nuestra sala de usos múltiples, estaba demasiado sucia como para que yo siguiera viviendo en esa casa.
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1 comment:
Oh sí, la cocina.. que tantas cosas se guisan en ella.. si ellas hablaran tendrían muchas historias que contar.
:) saludos (:
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